He estado aterrada con la idea de cumplir 60 años. Y para exorcizar ese temor lo hago público hoy y a los cuatro vientos, en esta columna. Me parecía imposible que me haya convertido en una señora ya "tan grande". Al fin y al cabo "vivía" como la gran mayoría de los mortales, como si el envejecimiento y la muerte no fueran conmigo. Eso sucedía sólo a los otros.
Además, mi edad cronológica nunca cuadró con mi edad mental. Nací anciana, fui demasiado madura en mi juventud y ahora me vivo como si fuera una niña que quiere aprenderlo todo, con una gran dosis de candidez, es cierto, pero más auténtica y abierta al mundo. ¡Más feliz!
Para lograrlo estoy aprendiendo a desaprender. A vaciarme de todo lo que sobra y me doy cuenta que es bastante. ¡Cuántos prejuicios! ¡Cuánto temor por lo desconocido! Y al fin de cuentas casi todo es desconocido, empezando por uno mismo. ¡Tantas culpas, cuánto sufrimiento inútil!
Fui catapultada a mi universo interior por la pandemia y debo confesar que el conocerme ha sido un proceso sorprendente. Cuánta riqueza albergamos y desconocemos de nosotros mismos. Me atrevo a creer que muchos se mueren sin ni siquiera intuirse. Mi yo observador agradece a mi yo despistado e "inseguro" el Fiat que di a la vida espiritual.
Ese sí fue renunciar a ser para SER, dejar de buscarse para hallarse, soltarme en un abismo para caer en brazos de la conciencia profunda. La que Otro sostiene. Desde ese momento aprendí que cuando extendiendo los brazos del ama recibo en abundancia. Todo ensanchamiento duele, pero abre el espacio para albergar, para acoger, para amar.
Recientemente descubrí que estaba viva, que aún me falta mucho por descubrir, que lo ignoro casi todo y que quiero aventurarme al universo de los otros. A los casi 60 años sigo siendo un enigma para mí misma. Y aunque tengo mucho afán porque pareciera que se me acaba el tiempo, también comprendo que "mi tiempo" apenas empieza. Desciendo acompañada por el Espíritu a explorar mi mundo interior, para conocerme y amarme. Sólo así podré regresar fortalecida al mundo exterior, el de ciudadana demócrata, consciente de sus derechos.
Me divierte imaginar las reacciones a esta columna. Al fin y al cabo, a esta edad, sigue importando un poco el referente externo. Pero, debo confesar que cada vez menos. Me importan mis amigos, los nuevos y los viejos, los que se aventuran a correr el riesgo de vivir. He conocido últimamente seres humanos tan maravillosos. ¿Qué hace la diferencia con el pasado? Son relaciones desde el alma, nadie quiere parecer lo que no es. Almas libres que caminan acompañadas y se reconocen en la riqueza infinita del otro.
Bueno, queridos lectores, ya exorcicé mi miedo a confesarles mi edad, el paso siguiente es celebrarla con la alegría de una niña que se atreve a contemplarse en el espejo de los años para volver a empezar.
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