En la historia de los pueblos muchos supuestos redentores han resultado víctimas de sus propias narrativas. Pero quizás ninguno lo haya logrado en tan corto tiempo como nuestro presidente.
Las marchas del 20 de junio, no sólo desmontaron la ilusa tesis de que el resultado electoral, por mínimo que haya sido el margen de la victoria, se transmuta en mandato intangible e ineludible para el pueblo y la institucionalidad, sino que también vaciaron de sentido sus arrogantes invectivas de “ir tan lejos como el pueblo lo quiera”, y reafirmaron su respaldo a la institucionalidad y su adhesión a los principios que hacen de la democracia el régimen de libertades deseado por los colombianos. Mensaje inequívoco que debería obligar al gobierno a la revisión de sus propósitos y a un nuevo direccionamiento de su gestión.
Así lo han entendido hasta algunos miembros de su bancada en el Congreso: “escuchen con humildad, entiendan que no tienen la única verdad, la soberbia no les permite gobernar” fueron algunas de otras muchas expresiones de desconcierto de quienes entre sus filas no han perdido la razón.
Crece en el país el rechazo a esa narrativa que pretende caracterizar a los opositores de oligarcas desalmados y de esclavistas supervivientes, maltrato que ahora se extiende a todo aquel que disienta, y con el que se pretende conculcar toda libertad de expresión de los ciudadanos y de información de los medios. Demagogia engañosa y sin sustento en una realidad que aprieta la vida cuotidiana del ciudadano y termina vaciando de legitimidad al propio gobierno.
Resulta evidente que en un escenario de dificultades económicas y de descomposición del orden público, de ineptitud en la gestión de gobierno, de sombras sobre la financiación de la campaña a la presidencia, de desencanto por incurrir Petro en las mismas conductas que había logrado satanizar, de desafecto ciudadano y de la incertidumbre del sector productivo, y sin mayorías claras en el Congreso que el presidente se encargó de dinamitar, su horizonte se halla hoy reducido y su credibilidad en vilo por un cambio que no logra construir ni precisar. La gobernabilidad se encuentra comprometida y su mandato se percibe desfalleciente.
Sus opciones se reducen a enardecerse más o a concertar. La primera pareciera encontrar apoyo en el círculo más cercano y radical del Pacto histórico, que aún responde a una ideología paleontológica que expresó en su conferencia en Berlín sobre el significado del derrumbe del oprobioso muro de contención de las libertades, y cuyas herramientas se pretenden esconder en los términos de las negociaciones por la paz total, que lo llevarían a bordear el abismo.
La segunda, improbable, exige grandeza, y entender que cada amenaza a la unidad y concordia nacional que hemos confrontado en el pasado se ha superado con acuerdos, no alimentando el sectarismo, sino en concertaciones para salvaguardar los mayores intereses nacionales.
Vivimos en época de cambios y a esa realidad no debemos sustraernos. Al gobierno le correspondería comprenderlo y facilitarla, y a las fuerzas políticas construir las opciones para su realización. Anhelamos, pero no confiamos, que todos estén a la altura de sus obligaciones.
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