Hace catorce años, Hugo Chávez, el tirano considerado un “gran líder latinoamericano” por el presidente Petro, le regaló al presidente Obama una copia de Las venas abiertas de América Latina. Cuando se publicó en 1971, ya era un libro obsoleto. Argumentaba que el subdesarrollo de Latinoamérica no se debía a los fracasos de nuestros dirigentes e instituciones, sino a la explotación de nuestros recursos por parte de potencias extranjeras, esto a pesar de que, para 1971, llevábamos casi medio siglo protegiendo celosamente nuestras industrias, temerosos de integrarnos a la economía global.
Era un texto que invitaba a los gobiernos de la época a intensificar la lógica de un modelo de desarrollo moribundo, responsable de la década perdida de los años 80. Atrapada en una visión distópica y estática de la región, la izquierda latinoamericana es extraordinariamente anticuada en sus pensamientos económicos. Lejos de la vanguardia intelectual de nuestros tiempos, Petro se parece más a Perón que a Piketty.
Entre 1930 y 1980, los estadistas latinoamericanos consideraban que para alcanzar el desarrollo, debíamos superar nuestra dependencia de la exportación de materias primas y que la forma de lograrlo era construyendo industrias nacionales para sustituir nuestras importaciones de productos acabados. Así, podríamos prescindir del dinero extranjero que traían las exportaciones y dedicar nuestros recursos al autoabastecimiento. Bajo esta lógica se impusieron altos aranceles, se crearon empresas nacionales en sectores estratégicos, y se privilegió la inversión en centros urbanos a expensas del campo. Simultáneamente, se diseñaron sistemas de protección social contributivos y se fortalecieron los sindicatos, privilegiando las condiciones de nuestros trabajadores urbanos cuando la mayoría de nuestros ciudadanos eran campesinos.
En los primeros treinta años, estas políticas fueron exitosas, fomentando industrias que no habían existido hasta entonces en Latinoamérica. Sin embargo, luego de dominar nuestros mercados domésticos con productos caros y de dudosa calidad, estas industrias no tenían para dónde crecer salvo hacia los mercados internacionales. No estaban preparadas para esa competencia, dadas las dificultades de importar insumos necesarios, recibir tecnología extranjera, o contratar trabajadores con salarios competitivos. Lejos de facilitar el paso hacia una industrialización exportadora, semejante a la de Taiwán o Corea del Sur, nuestros gobiernos imponían aún más restricciones, asociando el libre comercio con el atraso colonial. Por eso, nuestras industrias carecieron del dinamismo necesario para emplear a las masas campesinas que, huyendo del terrorismo y de la pobreza rural, produjeron en nuestras ciudades el proceso de urbanización más rápido y desordenado visto en el mundo hasta entonces.
La desigualdad entre campo y ciudades, la altísima informalidad laboral y la delincuencia urbana desenfrenada son problemas característicamente latinoamericanos incluso dentro del mundo subdesarrollado, y datan de los errores cometidos en ese periodo. Solo luego de pasar los años 80 sin percibir crecimiento económico alguno pudimos reaccionar como región, buscando la integración al mercado global y la competitividad en todos nuestros sectores. Algunos países se han desviado del curso y sufren las consecuencias. Otros, como Colombia, se han mantenido generalmente apegados a la senda del progreso y están mucho mejor que hace treinta años.
Por eso resulta tan preocupante que el presidente Petro, con sus amenazas arancelarias e intento de reforma laboral, busque desesperadamente hacernos retroceder. Es evidente que el presidente vive en el pasado; tilda a sus opositores políticos de “esclavistas” como si fuera 1851, pregona el fin inevitable del capitalismo como si fuera 1867, y defiende grupos terroristas como si fuera 1985. En lugar de darnos la bienvenida al futuro, busca despedirnos hacia un nuevo y oscuro pasado.
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