Transcurridos once meses desde la posesión del presidente Petro, el país vive incertidumbres y angustias que superan las dramáticas vivencias sufridas en el pasado reciente.
Nos encontramos frente un desgobierno éticamente cuestionado, que apunta al caos, sumidos en escenarios que el propio gobierno suscita con su pertinaz apego a un credo ideológico que privilegia la realización del dogma de la “destrucción creativa”. Todo ello, bajo la férula de un presidente animado por un espíritu delirante, que supone redentor, y acompañado por una cohorte de ejecutores, inexpertos unos, mediocres otros, que ofician de espalda a los colombianos, a sus pesares y esperanzas.
Ninguna promesa de cambio se ha logrado cumplir. Improvisaciones, reyertas sin causa, despilfarros continuos y usufructo burocrático para familiares y allegados de los altos funcionarios, jalonan sus actividades y desdicen de su talante de gobernante. Sus periplos por el mundo con mensajes apocalípticos y discursos enrevesados, cuando no incomprensibles, despiertan inquietudes sobre su estabilidad emocional y rigurosidad intelectual.
El nuevo Ministerio de la Igualdad se erige como el mayor monumento al despilfarro y a la duplicidad de funciones entre ministerios y agencias del gobierno, que enervarán la debida ejecución de múltiples políticas públicas. Subsidiar a los infantes de las primeras líneas y a los jóvenes perpetradores de la violencia para que depongan las armas, constituye idílica fantasía que resulta inocua políticamente e insostenible financieramente.
La seguridad, valor fundante de toda sociedad, se ha visto destrozada por la aplicación de la política de paz total, la que, con su axioma de ceses al fuego con cada organización criminal, comprendidas las hoy disfrazadas de delincuencia política, pretende hacer olvidar su naturaleza terrorista. Los ceses del fuego con cada una de ellas convierten a la Fuerza Pública en testigo impotente de las guerras entre los beneficiarios del narcotráfico y del control territorial, y auspician los paros armados que castigan a las poblaciones con su obligado confinamiento. Así se multiplican masacres, secuestros, extorsiones, asesinatos y reclutamientos forzados a la población civil, con garantías de total impunidad.
Negociar sobre la vida es inaceptable, e innoble resulta la sindicación de responsabilidad del atolondrado ministro de la defensa a la Fuerza Pública, menguada en su pie de fuerza, y constreñida a obedecer al derrotismo asustadizo de quien se encuentra a cargo de la seguridad de los colombianos.
La política exterior tampoco escapa al desenfreno propio de la improvisación y de solidaridades ideológicas, además maltratada por la impericia de quienes la ejecutan. El distanciamiento del canciller con sus funcionarios de carrera, no solo cobró su precio con el penoso fracaso de la reunión convocada sobre la situación de Venezuela, sino que se ha visto acrecentada por la actuaciones y despropósitos de nuestros embajadores en Méjico, Venezuela y Nicaragua que desdicen del profesionalismo de nuestros agentes diplomáticos, construido por años con tino y perseverancia.
El país espera que se rectifique el rumbo y se permita diseñar los arquetipos del cambio, lo que exige mejorar lo hasta ahora construido, aunque la creciente retórica agresiva y la incansable pugnacidad del presidente no lo predice. El 20 de julio lo sabremos.
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