Para cualquier demócrata lo que está sucediendo por estos días en Venezuela, Nicaragua o Guatemala debe ser objeto del más claro rechazo, sin ningún tipo de cálculos o de matices. Todas son manifestaciones del mismo desprecio de las reglas democráticas, vengan ellas de dos dictaduras sin máscara como lo son los regímenes de Maduro y de Ortega, o de la frágil institucionalidad guatemalteca en la que los sectores dominantes se niegan a aceptar la voluntad de los votantes e intentan cerrar arbitrariamente las posibilidades para que ellos se manifiesten libremente, y pretenden instrumentalizar los controles judiciales y administrativos para bloquear a determinados candidatos.
Instrumentalizaciones y manipulaciones ya recurrentes en los otros dos casos, a las que se ha sumado en los últimos días, en el caso de Venezuela, la activación de comandos de choque que recurren a la intimidación y a la acción violenta para tratar de impedir el libre ejercicio de la actividad electoral, ante el evidente fracaso y efecto búmeran frente al mundo de la pretensión de inhabilitar arbitrariamente a los candidatos con posibilidad de aglutinar la oposición y de derrotar electoralmente al régimen.
Y para el caso de Nicaragua la confiscación de bienes, detenciones arbitrarias, cierres de medios de comunicación, anulación de la libertad de cultos con hostigamientos continuos a los sacerdotes y persecución a las asociaciones y congregaciones eclesiásticas, y en general a todas las organizaciones no gubernamentales que levanten la más mínima voz para evidenciar los atropellos de los sátrapas que se enquistaron en el poder a nombre de “la revolución”, y cuyo cinismo y sinsentido desnudan cientos de opositores despojados de su nacionalidad que fueron obligados a dejar su país, así como todas aquellas víctimas de estos años de ignominia.
Escuchar los testimonios de los que han sido condenados al destierro, que denuncian un sinnúmero de violaciones a los derechos humanos, amedrantamientos de todo tipo y asesinatos sin resolver, no admite la indiferencia de nadie, ni permite escudarse en ideologías, equilibrios o estrategias para no ver la vulneración de la dignidad humana y el desconocimiento de los más elementales principios del Estado de Derecho.
Por ello aterra escuchar en Colombia voces que se atreven a celebrar ese régimen e intentan justificar sus acciones, así como resulta inexplicable que a la hora que se escribe esta columna permanezca como embajador de nuestro país en Nicaragua una persona que a todas luces no tiene la menor idea de lo que significa el cargo que ostenta, ni de los deberes que está llamado a cumplir.
Más allá de hacer evidente la ineptitud para la labor, es claro que quien entiende como normal o defendible unirse a actos de propaganda de una dictadura, no puede llevar la representación diplomática de un país democrático, como tampoco, salvo una desbordada voluntad de contradicción, ser el agente designado por un gobierno que se anuncia como adalid de la vida.
@wzcsg
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