Hace ciento cincuenta años, se decretó el 20 de julio como aniversario de nuestra independencia, mucho después de que Bolívar falleciera, pero antes de que Colombia terminara de nacer. Su bandera y escudo apenas empezaban a tomar sus formas contemporáneas. Las prodigiosas plumas italianas y cartageneras aún no la habían dotado de un himno. Sus condiciones materiales no eran muy distintas a las del virreinato que muchos aún recordaban. Era una sociedad preindustrial, regularmente azotada por guerras civiles.
Sin embargo, en su corta vida, había roto definitivamente las cadenas de la esclavitud, inspirado a venerables pensadores políticos y comenzado a construir una identidad nacional. Nunca la dominaron largos y onerosos caudillismos personalistas como a tantos países hermanos. Aspiraba, como decía el entonces presidente Manuel Murillo Toro, a ser “un pueblo libre, soberano y digno de asistir al banquete de la civilización.”
Hace cien años, Colombia recibió a la Misión Kemmerer, por cuyas recomendaciones se establecieron el Banco de la República, la Superintendencia Financiera, y la Contraloría. Este avance institucional correspondía a un proceso sostenido de estabilización y modernización que le permitiría a Colombia saborear por primera vez la prosperidad soñada por sus fundadores.
Entre 1909 y 1929, sus ingresos per cápita alcanzaron el crecimiento más alto del mundo. Sus cafetales la integraron como nunca antes al comercio global, sus ferrocarriles conquistaron cordilleras indomables y sus industrias inauguraron nuevos horizontes. Fuimos pioneros de la aviación, pues los primeros vuelos comerciales de América cruzaron el Magdalena, no el Mississippi. Hace cien años nuestros ancestros construyeron la “tierra querida” de Lucho Bermúdez.
Hace cincuenta años comenzó a levantarse la Torre Colpatria en Bogotá. El Edificio Coltejer de Medellín era el más alto de Latinoamérica, título que ostentaría la Torre Colpatria al concluir sus obras en 1978. Dos ciudades colombianas se disputaron el primer lugar a lo largo de la década en un concurso que solían dominar las urbes de México, Brasil y Argentina.
Superada la violencia bipartidista de mediados de siglo, Colombia volvió a crecer como en los días dorados del café, particularmente entre 1968 y 1979. Sus industrias eran cada vez más sofisticadas y sus ciudades dignas del más sentido orgullo. Los bogotanos entonaban por primera vez un himno a sus cielos y los antioqueños celebraban la libertad que se respiraba en las montañas de su tierra. En Cali se vislumbraban los nuevos cielos de Jairo Varela y en el Caribe afloraba la Barranquilla del Joe Arroyo.
Si bien no tuvimos dirigentes perfectos, evitamos los inmensos despilfarros y grandes redistribuciones que vivieron en ese entonces nuestros países hermanos. Por eso la década de los ochenta, a pesar del conflicto y el lastre del narcotráfico, no fue en Colombia una época de hiperinflación y grandes recesiones, como sí la fue en muchos países latinoamericanos. Tal es la influencia moderadora de la institucionalidad democrática. Si bien Colombia no estaba preparada, al concluir la relativa armonía del Frente Nacional, para enfrentar la amenaza del narcoterrorismo moderno, al menos no la habían atormentado los demagogos y dictadores que surgieron en Chile, Brasil, Argentina, Perú y México. Así lo soñaron nuestros fundadores, nuestros ilustres pensadores liberales y conservadores, y todos aquellos que hicieron patria con honor y sabiduría.
Hoy, la bandera ondea al revés, pero no por ello debemos dejar de enderezarla en nuestros hogares. La historia colombiana se suele contar, injustamente, como una serie interminable de tragedias, ignorando los triunfos que nos deben inspirar a soñar hacia adelante. Cesará la horrible noche. ¡Feliz 20 de julio!
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