El éxodo se está tomando el mundo, en trágicos sorbos de miedo y ausencia; y ni los migrantes irregulares, ni los países receptores saben cómo construir nuevas comunidades, en medio de este ritmo errático y desolador.
Miles de ciudadanos han decidido huir en busca de mejores horizontes. Ni siquiera mejores: horizontes, simplemente; horizontes diferentes a morir de hambre, morir de dictadura, de bombardeo, o de ansiedad crónica.
Horizontes con la posibilidad de un aire sin miedo, una noche sin ráfagas, una cobija física y emocional. Sobre todo emocional, porque del otro frío es más fácil curarse.
Deben ser demasiados el dolor, el desespero, la incompatibilidad con las condiciones (de vida y de muerte), para que tantos decidan asumir el riesgo de atravesar el mar en balsas marcadas con el color de los naufragios. El riesgo de llegar a la otra orilla convertidos en cuerpos con el alma ausente y la piel disuelta por la sal y las mareas.
Tienen que ser muchas y muy profundas las huellas de la violencia, para que morir no sea la peor perspectiva.
Y cuando los que sobreviven finalmente llegan -luego de recorrer selvas, desiertos, mares o montañas- esa luz de lo que ellos consideraban un faro, resulta ser la rendija temerosa, egoísta o indiferente, de otra puerta cerrada.
Los países que se niegan a recibirlos, tienen sus razones: suficiente hay con sus propios pobres; suficiente con sus propios desempleados, los sin techo, sin letras ni pan. Suficientes peligros internos, como para echarse encima el conflicto con otras naciones que de una u otra forma pasarán su cuenta de cobro por acoger al disidente; suficiente con la miseria autóctona, como para aceptar la importación forzosa de indigencias extranjeras.
Sin necesidad de tocar los dramas que hemos visto en el Mediterráneo, las crueldades en Siria o los desaparecidos en costas de Lampedusa (entre Túnez y Malta), miremos Turbo, en Antioquia, Colombia. A la hora de enviar esta columna (hoy no tendría derecho de llamarse Puerto Libertad), más de 1300 migrantes esperan en cambuches y albergues que nuestros país no los deporte. Pero las perspectivas no son buenas: En los últimos 60 días, Migración Colombia ha deportado cerca de 5.800 personas.
Niños y adultos cubanos han dicho que preferirían morir atravesando el Tapón del Darién, antes que regresar a una isla donde nada les pertenece. Nada, excepto la certeza de la desventura, y el miedo ante un régimen que no perdonará la huida.
El oficialismo cubano ha sido generoso con el proceso de paz colombiano, y entiendo que nuestro gobierno no quiera traicionar a quien le ha dado la mano en algo tan absolutamente significativo. ¿Entonces? ¿Que el hilo se rompa, como siempre, por lo más delgado? ¿Será más ético hacer algo que podría interpretarse como políticamente correcto, vs lo humanamente solidario?
El mundo es uno de los escenarios más injustos que conozco. Por eso me cuesta tanto aceptar que haya sido hecho “a imagen y semejanza de Dios”. Y si eso verdad, pues se nos fue la mano distorsionando de manera inconcebible, la ilusión inicial.
ariasgloria@hotmail.com
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