“¿Volveremos a la adición al miedo?”
Hace dos décadas, en su libro “Las sombras arbitrarias”, el profesor Ismael Roldán evidenció un fenómeno colectivo, originado en las abundantes noticias violentas en televisión: el miedo que producían se convertía, a su vez, en el propagador de más consumo de noticias y de más miedo.
En medio de la oleada de violencia de aquellos años (tomas de poblaciones, atentados terroristas, secuestros, minas…) el ciudadano promedio se volvió adicto al bombardeo diario de noticias escalofriantes, que llegaban hasta las redacciones de los medios de comunicación, retornaban en forma de alarmantes “extras” y después eran recibidas con avidez, traumatizando a los mismos receptores. Así se multiplicaba lo que pudiéramos llamar el impacto de la autotraumatización.
El estudio concluía, además, que para una gran proporción de las víctimas de delitos callejeros, resultaba más impresionante la violencia en televisión que la sufrida en carne propia. El consumo de violencia mediática producía miedo y el miedo llevaba a más consumo, y el mayor consumo producía rating. Gran parte de la sociedad permanecía asustada y acorralada en las ciudades, por temor a la guerrilla y a los paramilitares.
Llegó la Seguridad Democrática y con ella el contagio emocional de la confianza para combatir el terrorismo, que se tradujo en un lenguaje televisivo “guerrero”. El televidente adicto se envalentonó. Pasó de consumir miedo a propagar la condena directa de los actos terroristas.
El país respiró pausadamente. Su imagen empezó a mejorar ante sus propios ojos. Confiados en entrar a una nueva era.
Con el cambio de gobierno la palabra “terrorismo” se desvaneció estratégicamente del lenguaje televisivo. Para aclimatar el “proceso de paz”, se privilegió el lenguaje de derechos sin deberes, se empezó a pasar de largo frente a los delitos de lesa humanidad, la condena a la violencia se volvió selectiva, el terrorismo se disolvió en justificaciones ideológicas hasta casi desaparecer del lenguaje noticioso, y un día nos despertamos con que el narcotráfico era delito político y los crímenes de lesa humanidad no iban a tener castigo efectivo. La ciudadanía, confundida, pasó de consumir violencia a consumir polarización.
El espacio de las malas noticias sobre hechos violentos cedió su terreno al enfrentamiento emocional, primario, pugnaz y a la agresión personal. Pero como lo acuñaron los ex guerrilleros: es mejor ver disparar palabras que balas.
Desgraciadamente los meses de paz noticiosa resultaron más cortos de los necesarios para una recuperación total.
El horror retornó a los medios y con él la adicción que propaga el miedo. Los asesinatos más crueles llegan hoy para quedarse en los titulares durante largos días, cada vez con detalles más espeluznantes. La crónica roja vuelve a ser más extensa, más roja y más sensacionalista. La ciudadanía experimenta estupor, rechazo y vergüenza ante la oleada de criminalidad que reemplaza el bienestar que se venía ganando. La violencia, con cara citadina y desafueros urbanos, va sustituyendo la que pensábamos que se aplacaría del todo envuelta en “acuerdos de paz”.
Porque lo más doloroso de estas noticias y de su difusión, no es que se publiquen sino que sean ciertas. ¿Volveremos a la adición al miedo?
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