La vida tiene una fuerza inherente a sí misma, inevitable, contundente. La rama más débil es capaz de atravesar una capa de concreto buscando la luz; el agua de una cascada cae tan fuertemente que moldea la piedra del fondo del río, como también lo hace la suave corriente que acaricia a su paso las rocas del lecho. Suavidad y fuerza no se contraponen, sino que se complementan. Al observar cada fenómeno de la naturaleza encontramos la fuerza creadora, como en el viento que forma las dunas de los desiertos o lleva su polvo desde el Sahara hasta el Caribe, o en el fuego que cuece para transformar. Claro, esa fuerza de creación también es de conservación y muerte, como lo expresa la trinidad hinduista de Brahma, creador, Visnú, preservador, y Shiva, destructor, que nos recuerda que vida y muerte hacen parte del todo que conforma la existencia. Por ello el agua, el fuego, el viento y la tierra también destruyen.
Nuestra fuerza vital proviene de nuestros ancestros, esos hombres y mujeres de nuestros linajes maternos y paternos sin quienes no podríamos estar contando el cuento. Fue la fuerza que utilizamos para crecer en el vientre de mamá y luego para nacer. La fuerza que nos permitió gatear y luego erguirnos para caminar, correr, saltar, escalar… Esa fuerza está en cada una de nuestras células, órganos y tejidos, y se renueva cada día con la energía del Sol. Somos energía, de lo cual nos dan cuenta los tacs y electrocardiogramas, por si acaso aún no lo creemos. Sin embargo, no siempre estamos en conexión con esa energía, no siempre reconocemos ni usamos nuestra fuerza vital. ¿Cómo es nuestra conexión o nuestra desconexión con esa fuerza vital? ¿Cuándo estamos en conexión, cuándo la perdemos? En nuestros sentipensamientos está la clave.
Podemos pensar porque hemos desarrollado el lenguaje. Por ello es posible tener diálogos internos, esos discursos que nos echamos a nosotros mismos en la intimidad de nuestra mente y que nos permiten seguir en conexión o nos separan de la fuerza creadora. Nos conectan la alegría, la gratitud, la reconciliación, la generosidad, la lealtad, la compasión; en una palabra, el amor. Nos desconecta todo lo que se aleja del amor: nuestros miedos, quejas, dudas, ingratitudes, dolores no vistos ni resueltos, resentimientos, mezquindades. Todas esas emociones profundamente humanas se manifiestan en el cuerpo, como bloqueos, contracturas, fracturas, enfermedades, accidentes, o plena salud y vitalidad. Danzamos entre unos y otros, pues así es la experiencia de la vida. Crecemos cuando somos capaces de mirarnos, reconocer eso que sentipensamos, ver eso que nos ocurre en la mente y en el cuerpo, y transformarlo. Podemos hoy reforzar nuestra conexión con la fuerza vital o restablecerla. A eso nos invita la vida.
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