Un Estado Social de Derecho es imposible si no tiene un sólido sistema de administración de justicia que garantice los derechos de los asociados; que haga efectivas las garantías; que deduzca las responsabilidades de quienes ejercen el poder; que resuelva con arreglo a la ley las controversias surgidas entre los ciudadanos y las de éstos frente a la administración; que investigue los hechos que configuren actividad delictiva; que persiga y sancione al delincuente; que declare la culpabilidad o inocencia de las personas, previo un debido proceso; que haga justicia en las relaciones entre empleadores y trabajadores; que reivindique los derechos de los grupos discriminados y marginados; que someta la política y la economía a las normas constitucionales. Un sistema, en fin, que opere. Unos jueces que, en las distintas áreas y en todas las instancias, fallen de manera oportuna, objetiva, imparcial, razonable, y dentro de los principios y reglas del respectivo ordenamiento constitucional.
¿Se tiene ese sistema en Colombia?
Infortunadamente, si bien a lo largo de dos siglos de vida independiente han pasado por nuestras cortes, tribunales y juzgados, hombres brillantes y juristas eximios -Colombia puede mostrar con justificado orgullo jurisprudencias ejemplares en las distintas ramas del Derecho-, y aunque todavía tenemos jueces y magistrados honestos y jurídicamente bien estructurados, debemos reconocer que en los últimos años la Justicia viene en declive, entre otras razones por falta de ética y preparación jurídica de algunos togados.
Para la muestra, un botón:
Hoy, los procesos se rigen en su mayoría por el principio de oralidad, para reducir al máximo los voluminosos escritos que han sido corrientes en Colombia -lo que congestiona sin necesidad juzgados y tribunales-, agilizar los procesos y simplificar los trámites, obviamente sin perjuicio del debido proceso, del derecho a la prueba y a la controversia de la prueba, del derecho de defensa, y de las garantías constitucionales.
Quiere la ley que de manera directa el juez o los magistrados -tras escuchar y contrastar las exposiciones verbales de las partes y sus apoderados, y de quienes deban intervenir en el proceso-, decidan, sobre la base de las pruebas recaudadas y de lo escuchado en las audiencias. Una vez terminadas las presentaciones orales, el juez o los magistrados deben decidir, para lo cual pueden tomarse su tiempo, con el fin de valorar y considerar los argumentos, las pruebas y las posiciones. Pero es evidente que no pueden llegar a las audiencias con su conclusión ya adoptada, ni con la resolución lista. Si así fuera, ellas carecerían de sentido.
Acabamos de presenciar directamente un deprimente caso que tuvo lugar en un tribunal de Distrito Judicial. En segunda instancia, reunidos los integrantes de la Sala con notorio aburrimiento y evidente afán por salir de la audiencia pública, tras apenas cinco o seis minutos de receso, "decidieron", sin importar para nada lo expuesto con seriedad por los abogados de las partes. "Resolvieron" sin argumentos, sin análisis jurídico alguno, sin alusión a lo expuesto y sin motivar. Uno de ellos daba lectura -sin leer bien-, a un confuso escrito, al parecer preparado antes de la audiencia. Ésta, por tanto, fue inútil y sobraba, porque ya todo estaba decidido.
Así no se administra justicia.
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