En las clases de Derecho Constitucional enseñamos que, en materia legislativa, la cláusula general de competencia reside en el Congreso, lo que significa que, si en algunas hipótesis -definidas por la Constitución- legisla el Presidente de la República, éste goza apenas de una comisión excepcional, y la debe cumplir dentro de los estrechos y exigentes linderos de la norma que lo habilita.
Así está previsto en la Carta de 1991: la función de hacer las leyes se radica en ese órgano, cuyos miembros son escogidos por voto popular. Por tanto, cuando quiera que en la Constitución se hable de "la ley", o de “las leyes”, o del “legislador”, a menos que se disponga expresamente otra cosa, se entenderá que se habla de leyes en sentido formal y orgánico, expedidas por el Congreso.
En casos excepcionales, como ocurre con los previstos en los artículos 150, numeral 10, 212, 213, 215 y 241 de la Constitución, el Presidente puede quedar extraordinariamente investido de facultades para expedir decretos con fuerza de ley, pero, como el poder de legislar no le compete, en los aludidos eventos el poder presidencial no se extiende a sustituir al Congreso, ni se trata de una investidura legislativa general, amplia, indefinida o implícita, sino que sus atribuciones están clara y precisamente delimitadas por la misma Constitución, y en el caso de las facultades extraordinarias, por la ley habilitante.
El artículo 2 del Acto Legislativo 01 de 2016 otorgó al Presidente facultades extraordinarias. Fueron, pues, unas facultades de origen constitucional y no simplemente legal. Sin embargo, mediante esa norma no se abrogó el postulado de la cláusula general de competencia, y por tanto, las atribuciones excepcionales de las que se trató tenían por objeto específico y estricto la implementación de lo expresamente pactado entre el Gobierno y las Farc en el Acuerdo de Paz del 24 de noviembre de 2016. Nada menos, pero -con arreglo a la Constitución- nada más.
De modo que esa habilitación legislativa, que ya venció -era de 180 días- no debía ser entendida como investidura legislativa general, ni como poder omnímodo. Por el contrario, se estaba ante un ejercicio de poder relativo, restringido y doblemente controlado: por el Congreso en lo político y por la Corte Constitucional en lo jurídico. Un entendimiento abierto, permisivo o complaciente acerca del alcance de esas atribuciones llevaría necesariamente a un desbarajuste de la estructura constitucional de la República.
De allí que la Corte Constitucional, cuando examinó el precepto habilitante, haya sido enfática en afirmar su carácter delimitado y circunscrito a la materia en él enunciada. Lo que se espera, entonces, es que mantenga ese acertado criterio al estudiar, en ejercicio del control automático de constitucionalidad, el cúmulo de decretos leyes que lo desarrollan y que han sido llevados a su conocimiento.
Así que, frente a las muchas y extensas disposiciones expedidas por el Presidente cuando ya expiraban las facultades extraordinarias que tuvo por seis meses, no podemos menos de recordar que el Gobierno carecía en ese momento, como carece hoy, de facultades indefinidas y de poder legislativo para sustituir al Congreso. Y confiar en fallos imparciales y estrictos, que -sabemos- habrá de proferir la Corte Constitucional.
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